Democracia, sociedad y cultura política

Democracia, sociedad y cultura política
Por Enrique Aguilar
Publicada en Revista Criterio, julio de 2014
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Entrevista a Carlos Strasser, politólogo, que publicó recientemente La razón democrática y su experiencia. Temas, presente y perspectivas (Prometeo, Buenos Aires).

–¡Cuántas “democracias”! Prácticamente toda su producción está cruzada por esta preocupación. Algunos títulos: El orden político y la democracia, Para una teoría de la democracia posible, Democracia III. La última democracia, Democracia y desigualdad…. Un verdadero leitmotiv, al tiempo que un programa de investigación. ¿Por qué no se refiere al “origen” de esta preocupación?

–Tendremos que remontarnos entonces varias décadas. Y, de paso, recuperar contextos históricos que entre tanto se nos han volado de la conciencia. Pero vamos al grano. Para empezar, en el mundo había, tantos años atrás, dos grandes bloques rivales pujando por la supremacía, el occidental capitalista y el este comunista, bloques que, entre otras cosas, arrastraban ideas si no, más exactamente, sobrentendidos por completo dispares acerca de lo que era, o es, una democracia. En la Argentina, por su parte, regía en esos tiempos un cuasi desconocimiento de la materia, quiero decir que no había mayor conocimiento ni reconocimiento respecto de la democracia. Así, tras los lejanos y en definitiva breves y escasos años democráticamente inaugurales de Yrigoyen y Alvear, luego de la regresión conservadora, el primer peronismo, la “revolución libertadora” y la larga, turbulenta temporada posterior de corsi e ricorsi militares y civiles, finalmente surgieron y campearon entre nosotros la facción de los enemigos de todo y de cualquier gobierno de base popular y, en el extremo opuesto, la facción de los propulsores de la sociedad de iguales y justa del futuro, sólo que “entre tanto” liderada por una vanguardia selecta. En rigor, dos facciones igualmente formadas por sujetos “iluminados” y de armas llevar. Bueno, es por esos tiempos que empiezo a escribir sobre el tema. Mis primeros artículos aparecieron hacia 1976 y 1977, y continuaron. Recuerdo muy especialmente uno que se publicó en Criterio, en 1980, durante la dictadura, titulado “La barbarización de una república”. Años más adelante vinieron el fin del Proceso y la caída del Muro de Berlín, período durante el cual todo un número de colegas se consagró a estudiar la salida de los autoritarismos y las llamadas democratizaciones mientras que a mí me dio por considerar lo que seguía sobreentendiéndose, la democracia, la teoría misma de la democracia, las caras y cecas de la democracia, la posibilidad real de ella, sus dificultades contingentes y no tan contingentes. Desde entonces fui publicando toda una serie de escritos sobre el particular.

–Y ahora La razón democrática y su experiencia, que recoge varios artículos en revistas nacionales e internacionales de los últimos años. En el prólogo usted identifica en ellos una convicción común: que nuestra historia política es recurrente y por tanto predecible. ¿Continuará siéndolo?

–Me parece que sí, más allá de cambios de superficie, es decir, de personajes y circunstancias, ciclos incluidos, no tanto de actores y problemas básicos, aunque siempre hay que poner a salvo los impactos que nos llegan desde el exterior y que aquí suelen pegar fuerte; económicos, comerciales y otros. Releyendo ahora, libro en mano, algunos de los artículos que ya tienen sus años, y por supuesto no recordaba demasiado, me encontré con que lustros atrás decía y predecía yo lo mismo. ¿Será porque, como enseñó Ortega, “ante todo somos siempre herederos”? Estoy pensando en la cultura política tan poco democrática que nos fuimos dando y recibimos a lo largo de tantas décadas.

–¿De qué democracia hablamos cuando invocamos este concepto que la historia, ya que no la etimología, ha vuelto visiblemente equívoco?

–La pregunta da en un verdadero clavo. La cuestión es justamente que por lo general hablamos de democracia gratis, sobre todo desde que ocurrió el derrumbe soviético y cundió el cuento del fin de la historia, el supuesto triunfo definitivo del libre mercado y la democracia. Cuando lo que tuvimos realmente fue la notable extensión a muchos países, grado más, grado menos, del estado constitucional de derecho, que no es exactamente lo mismo que la democracia aunque sea parte de ella y al que ciertamente hubimos de darle la bienvenida, sobre todo al cabo de tanta dictadura. Pero… ¿democracia? No, no mucho. Por tres razones, fundamentalmente, que ahora no puedo enunciar sino del modo más sucinto. Una, que la democracia y la soberanía popular requieren de amplias mayorías de población en condición de ciudadanía, es decir, de personas capaces de autonomía, lo que dista de ser en países y sociedades en los que el 20 o 30 y hasta el 50 por ciento de la gente está sumida en la pobreza, cuando no en una lisa y llana miseria, y no cuenta con techo, trabajo, educación ni información. Dos, por lo que ya sabía y enseñó Rousseau, a saber: que hoy, en sociedades tan complejas como las nuestras, de poblaciones que se cuentan por cientos de miles a millones de individuos, esparcidas en geografías por demás extensas y culturalmente fragmentadas y cruzadas por tantos intereses diversos, es más improbable que nunca que los representantes en efecto respondan a los representados, a su difícilmente cognoscible “voluntad”, que no es “una” excepto en el concepto, sea el metafísico de “voluntad general” o el más terrestre de “interés general”, y que efectivamente puedan dar y den vida a esta democracia inevitablemente indirecta de nuestra era, la democracia que se dice “representativa”, precisamente…

–Por otro lado, una cosa es el diseño institucional y otra la práctica política habitual. No siempre van de la mano. Esa distancia entre la letra de la ley y los hechos parece obsesionarlo…

–Justamente, eso apunta al tercero de los factores que estábamos considerando.  Dicha distancia se hace patente, por lo pronto, en el hecho de que el orden político no es tanto el democrático, con la división de poderes y el juego de las distintas tradiciones o ideologías que lo han conformado, como lo que antiguamente se llamaba “gobierno mixto”, es decir, una fusión y confusión de distintos regímenes políticos en el sentido estricto de la palabra; mezcla en la que, a causa de la complejidad y diversidad interna de la sociedad contemporánea que recién mencionábamos, la democracia convive con otras formas de gobierno; más notablemente con la burocracia à la Max Weber, la tecnocracia, el corporatismo y el neocorporatismo, las oligarquías de viejo y nuevo cuño, y también, aunque ahora ya no tanto, la partidocracia; mezcla que por momentos y lugares varía en su combinación y dentro de la cual la democracia no necesariamente constituye el régimen dominante sino que, al contrario, suele quedar subordinada. Eso más allá de que la legitimidad vigente e ideológicamente sin rival, la que cubre y, queriendo o sin querer, “disfraza” al conjunto, sea siempre la democrática. Y no hablemos de todo lo que además atraviesa a los países contemporáneamente; la existencia y actividad de tantos poderes políticos y económicos internacionales, organismos, agencias, grandes empresas y corporaciones multinacionales, que de suyo afectan y limitan la soberanía de los estados nacionales y la territorialidad democrática.

–Democracia, republicanismo, liberalismo. Tres tradiciones distintas que sin embargo son a veces confundidas, ¿no es así?

–Tal cual. Tres tradiciones distintas y que se acumularon en el tiempo para configurar la idea contemporánea de democracia. Lo deslicé recién al pasar, por lo que viene bien retomar el punto y abundar al respecto. Tres tradiciones, cada cual con sus principios fundamentales, la soberanía popular del democratismo clásico, luego la virtud cívica y el institucionalismo republicanos, y por último, recién desde los siglos XVII y XVIII, las libertades, derechos y garantías individuales del liberalismo. Una democracia, hoy, está hecha por y precisa de las tres tradiciones; cada una y su acumulación es condición de existencia de cada cual y del conjunto, por más que la coexistencia de las tres tradiciones sea tensa y difícil, a veces hasta imposible, desde que los respectivos principios pueden y suelen darse de patadas, como cada tanto es notorio.

–A todo esto se suma la tensión entre democracia y constitucionalismo. Me parece un debate crucial y las muchas páginas que usted le dedica cobran una renovada actualidad en vísperas de celebrarse los veinte años de la reforma de 1994.

–En efecto, es una tensión que forma parte central de lo que tratábamos. Y la paradoja es que sin esta tensión, sin la convivencia de mayorías y constituciones, la democracia misma patina y hasta fracasa. Es paradójico, porque sin constituciones (por ejemplo sin libertades y derechos fijados y garantizados) no puede haber ni aun nacer una verdadera soberanía popular, y porque las constituciones conviene que sean lo más estables posibles, lo que significa que la opinión o la voluntad de una generación maniata así la soberanía de las siguientes. Sin constituciones tampoco habría senados, especialmente en los países federales, incluso los terceros senadores de 1994, ni tampoco la independencia del poder judicial o la intangibilidad de los jueces, ni la judicial review que tantas veces “corrige” a los dos poderes estrictamente democráticos, los popularmente elegidos, el legislativo y el ejecutivo. Las citadas, es obvio, son todas instituciones estrictamente no y aun anti democráticas que, sin embargo, vienen a servir a la democracia, a hacerla efectivamente posible.

–Y hablando de “tensiones”, usted señala también la que en Iberoamérica existe entre identidad cultural y ciudadanía. ¿Consecuencia de ello serían nuestras debilidades institucionales?

–Sobre esto no puedo más que remitirme a un artículo mío en el libro que es tan largo como denso. Pero, brevemente: lo que pienso es que nuestra conformación e identidad cultural terminó por hacerse compleja y en alguna medida desarticularse. En suma, resulta ser el producto de siglos de impronta ibérica y la subsiguiente recepción de impactos culturales múltiples, nuestra millonaria y varia inmigración incluida. El último y tan avasallante como persistente impacto procede del imperio (y, con permiso seguramente aquiescente de Raymond Aron, el imperialismo) americano. La consecuencia de ello ha sido y es una serie de, diría, mestizajes culturales varios a su vez inclinados a unas legitimidades y legitimaciones políticas desde compatibles a incompatibles y que resultan en distintas suertes o concepciones de ciudadanía. Y, sí, claro, esta especie de desordenamiento incide inevitablemente sobre la solidez de nuestra institucionalidad política.

–Pasemos al populismo y sus “razones”. ¿Por qué considera que esta forma de entender la democracia, que seguramente hubiera horrorizado a Rousseau por el protagonismo hegemónico del poder ejecutivo, ha ganado tantos adeptos en nuestras latitudes? ¿Qué queda del viejo ideal que vinculó la representación popular fundamentalmente en la rama legislativa?

–En pocas palabras, a mí me parece (sin entrar demasiado a fondo en el concepto ni desmenuzarlo, como tal vez haría aquí falta) que el populismo tan propio de América latina toda, la Argentina por supuesto incluida, y cada vez más incluida en las últimas cuantas décadas, procede, para hablar del populismo en su versión presente, de que hacia el final del siglo XX nuestra tan antigua como arraigada vena caudillista se acompañó del gran apagón de las ideologías y la llamada crisis de la representación y de los partidos y sistemas de partidos; apagón y crisis a su turno nutridas por la revolución en las comunicaciones, ésa que protagonizan los medios, con la televisión a la cabeza, Internet y compañía. Súmese a esto lo que hablamos ya acerca de la ciudadanía y la pobreza. Pues bien, personalismo y presidencialismo fuerte son sencillamente su secuencia lógica. El grueso de los políticos, por lo demás, si no ha naufragado, nada en el descrédito, un descrédito bastante merecido, en buena medida porque en las sociedades de hoy no es fácil hacer política con buen resultado.

–Con una vida dedicada a la ciencia política, que lo hizo acreedor de tantos logros y reconocimientos, ¿cómo ve el estado de esta disciplina en nuestro contexto?

–Entre estabilizado y estancado. La disciplina y la profesión están mucho más reconocidas y vigorosas que hace 30 o 20 años, sin duda, pero mi sensación es que últimamente escasean los politólogos y los estudios del tipo y la calidad que supimos tener hasta pocos años atrás, estudios y politólogos que le hicieron dar a la disciplina verdaderos saltos adelante y tuvieron gran repercusión incluso fuera del país.