“La historia que se cuenta en las aulas”

Artículo publicado en diario La Nación, el 11 de julio de 2014
Por Luciana Vázquez
Acceder a la versión digital


La historia que se cuenta en las aulas

Entre la formación de identidad nacional y el estímulo del pensamiento crítico, la enseñanza de la historia adopta en los colegios diversos matices; de la escuela primaria, donde aún no se ha desarrollado la conciencia histórica, a los libros que en los colegios secundarios promueven el debate

Colón llegó a América después del 25 de Mayo y un poco más tarde que el 9 de Julio. Los chicos de primaria, los que tienen menos de 10 o 12 años, creen que el pasado histórico se sucede según el orden de los actos escolares que se celebran en la escuela. Así surge de la experiencia de muchos docentes argentinos. Lo cuenta el investigador Mario Carretero, una de las voces de referencia en el mundo pedagógico acerca del modo en que se construyen las representaciones históricas en la mente de los alumnos de primaria y secundaria en Argentina, en uno de los tantos trabajos de investigación que viene desarrollando desde hace más de veinte años.

“Montenegro es un jugador de Independiente y Montenegro se independizó hace poco.” El juego de palabras se lo propone un adolescente a su hermano menor, Oliverio, un chico de 9 años de cuarto grado del colegio Martín y Omar, en San Isidro, al que le encanta la historia. El hermano mayor habla de fútbol mientras asocia a toda velocidad datos curiosos. Y lo llamativo es eso, que el jugador de fútbol, el argentino Daniel Montenegro, y la República Autónoma de Montenegro tienen algo en común: el nombre pero también su condición de “independiente”, en el caso del futbolista por el club donde patea y en el caso de la república, por su independencia de Serbia, bastante reciente, modelo 2006.

“¿Pero cómo la independencia en 2006? ¿No hay celulares en Montenegro, no hay luz, se iluminan con velas?” Ésa es la duda existencial que Oliverio le plantea a su mamá, Judith Rasnosky, cuando escucha hablar de un proceso independentista en pleno siglo XXI. “Para los chicos -reflexiona Rasnosky-, el período histórico viene como en un paquete: les cuesta distinguir un proceso de independencia en sí mismo de las características históricas particulares de la Independencia argentina. Es muy curioso cómo se esencializan los procesos históricos aprendidos en la escuela.”

Se trata de pensar qué hace la escuela con la historia. Y en ese punto, es valioso el ejemplo que aporta Rasnosky. En la mente del alumno de cuarto grado, el escenario “antiguo” del proceso particular de independencia, de ese 9 de julio de 1816 que aprendió en la escuela argentina, tiñe las características estructurales de todo proceso de independencia, no importa si se da en la Europa balcánica y en pleno presente. El color local y “de pasado” se integra entonces al concepto “independencia” en la representación histórica que se construye vía la didáctica escolar.

La reflexión de Rasnosky es de madre pero también de especialista. Rasnosky es licenciada en Sociología, con veinte años de experiencia en el mercado editorial, primero como autora de libros de ciencias sociales para Santillana en los años noventa y luego como editora de libros de historia para la escuela. Hoy es la gerente editorial de la editorial Estrada, especializada desde hace décadas en textos escolares desde primer grado hasta quinto año. Eso: Rasnosky es experta en manuales para la escuela. Por profesión y por experiencia, conoce el mecanismo de construcción del pensamiento histórico, conoce cómo elaboran el pasado los chicos y cómo lo hacen los maestros y los historiadores. Sabe bien del desafío que representa esa construcción para el sistema escolar y la enseñanza de la historia en el aula.

Porque ésa es la cuestión: hay un pensamiento y no es sólo lógico-matemático. También hay “pensamiento histórico”, con características propias, reglas específicas para su construcción y habilidades puntuales que lo integran y definen. El pasado se piensa y se lo piensa y elabora con un modo específico que en general poco tiene que ver con ese esencialismo ahistórico al que conduce sin darse demasiada cuenta la enseñanza de la historia desde el jardín de infantes y la primaria. Tampoco necesariamente con el output que las clases de la materia Historia producen muchas veces en la secundaria, y eso a pesar de la actualización que tuvo la enseñanza de la historia en las últimas décadas.

¿Qué hace la escuela con la historia? ¿Qué se enseña en la escuela cuando se enseña historia? ¿Para qué se enseña historia? ¿Qué tiene que ver lo que aprenden los alumnos en las clases de historia con un pensamiento histórico analítico y crítico, con el pensar históricamente que define el trabajo del historiador? ¿Poco, nada, mucho?

Es cierto: el pensamiento histórico se construye en la mente de los alumnos. Pero no cualquier cosa puede ser predicada sobre el pasado: no todo juicio y creencia sobre el pasado es un enunciado del pensar históricamente.

Entre la emoción y la razón

Aún antes de que el balbuceo infantil los abandone por completo. Aún antes de que puedan escribir sus nombres. Antes de que puedan leer “uno” donde está el número 1. Antes de todo eso, primero, pequeños argentinos y argentinas de no más de metro de altura un día se disfrazan de mazamorreras, de damas antiguas, de belgranos y de sanmartines y escuchan el Himno Nacional, el Himno a Sarmiento y la Marcha de San Lorenzo, que resuena sin sentido en sus cabezas.

Los chicos hacen los primeros pininos en historia argentina desde el jardín de infantes a través de los actos escolares. Y lo que empieza en esos años se repite en toda la primaria y en la secundaria, aunque en esta etapa cambia sustancialmente el tipo de acto escolar.

La celebración de unas cinco efemérides nacionales clásicas, que pueden ser más según la época, es obligatoria desde el nivel inicial hasta el secundario inclusive: el 25 de Mayo, el Día de la Bandera en junio, el Día de la Declaración de la Independencia en julio, la Muerte del Libertador General San Martín en agosto y el Día del Maestro, por la muerte de Sarmiento, en septiembre. Hasta 2007 también había actos por el Día de la Raza, en octubre, que hoy se denomina Día de la Diversidad Cultural Americana.

Son años y años de actos escolares que, fecha tras fecha, proponen los mismos arquetipos, insisten con los mismos héroes y los mismos demonios, machacan con idénticos estereotipos y congelan sin fisuras, con tergiversaciones más o menos sutiles, en una sola fecha y unas pocas escenas escolares, procesos y conceptos históricos de causas múltiples y diversas, protagonizados por personajes y grupos sociales variadísimos. Y eso, desde el principio de la escolaridad, para chicos que todavía no saben ni hablar ni leer ni escribir ni conceptualizar ni concebir el paso del tiempo. El tiempo nada menos, el eje de la historia.

En cada escena de un acto escolar protagonizado por chicos, la historia genera afecto y refuerza una pertenencia. Con cada himno entonado como banda de sonido perfecta para vivir la adrenalina de la gloria y la identificación, ese pasado arquetípico encuentra el tono personal que los chicos necesitan para hacer más propia la historia, sin distancia. Pura empatía acrítica. Y con los discursos de la maestra, la emotividad acrítica encuentra las palabras que la refuerzan. E inclusive, muchas veces, caen en una vinculación con el presente que apunta al mismo sentido, subrayar la pertenencia, y que a veces se basa en datos o perspectivas que difuminan la especificidad del pasado histórico. Y hasta resultan en verdaderos errores históricos.

“Belgrano peleó contra los monopolios.” Enunciaba, firme y conmovida, una maestra de cuarto grado en su discurso del Día de la Bandera. Era 2012 y arreciaba por entonces, en el puro presente de la política local, la guerra entre “corpos” y “monopolios” de todo tipo. La fuerza del presente condicionaba el historizar de la maestra, que se equivocaba: “El fin del monopolio comercial español había pasado en 1809: Cisneros ya había liberado el comercio”. Me lo decía el año pasado el historiador y también profesor de historia Gabriel Di Meglio, una autoridad en historia de las clases populares en el siglo XIX.

Corren desesperadas las madres para el 25 de Mayo en busca de alguna bombacha de campo y alpargatas: les toca a los varones hacer de gauchos y, en el cuaderno de comunicaciones, la lista del vestuario pretende dar precisión histórica al atuendo.

Pero se equivoca sin culpa, como si nada, la enseñanza escolar y su visión de la historia: la bombacha de campo llegó a la campiña argentina después de la Guerra de Paraguay, sobrantes de uniformes europeos usados en la guerra de Crimea que el gaucho pobre empezó a vestir para trabajar en el campo. Tampoco usaba alpargatas el gaucho colonial. La verdad histórica es otra: el gaucho de la colonia andaba de chiripá y poncho y botas de potro, si podía comprarlos. Si no, iba con el torso desnudo y descalzo. Otra vez era Di Meglio el que aportaba estas precisiones hace unos meses.

Así se fijan los primeros sentidos del pasado entre los chicos de primaria a la hora de aprender las lecciones de historia dentro de la escuela, que de primer a tercer grado se organizan en tornos a las efemérides no ya sólo sobre el escenario sino también dentro del aula. Emotividad, adscripción acrítica e imprecisiones fijadas como si fueran certezas permean en toda la historia curricular de los años iniciales de la escolarización.

Los libros de texto de primaria de hoy, de todas maneras, buscan actualizar el acercamiento a las efemérides, por ejemplo. En los manuales de los primeros grados, la historia ingresa como “ciencias sociales” y, al igual que las ciencias naturales, está en un segundo plano en comparación con lengua y matemática, que son los ejes de la enseñanza en esos años, según lo establece el diseño curricular oficial. La historia entra, por ejemplo, en el caso de la colección Áreas Integradas de Estrada, destinada a los primeros grados, en la forma de sugerencias para “desestructurar” las efemérides, según explica Rasnosky.

“Proponemos contenidos y actividades que buscan aprovechar la efeméride para profundizar en cuestiones relacionadas con el lazo social -explica-, con el sentido social de los símbolos patrios, por qué son necesarios, el sentido de la promesa a la bandera.”

Sin embargo, y más allá de las buenas intenciones pedagógicas de docentes y editores, es difícil neutralizar el poder contradictorio de las efemérides, que enseñan y al mismo tiempo tergiversan. Porque tantos años y tanta insistencia con las efemérides tienen efectos colaterales en el modo en que los chicos construyen el pensamiento histórico. La idea es ésta y es de Carretero y Miriam Krieger, que la exponen en el trabajo “La usina de la patria y la mente de los alumnos. Un estudio sobre las representaciones de las efemérides escolares argentinas”. Las representaciones de la historia: los objetivos que persigue la enseñanza y el aprendizaje de la historia en la escuela son dos, un objetivo identitario romántico, como “fábrica” de identidad y cohesión nacional a través de la emoción y la adhesión, y un objetivo disciplinario ilustrado, que apunta a la construcción de un pensamiento histórico en sentido estricto, crítico, basado en categorías racionales.

Y el problema es, precisamente, que la enseñanza de la historia en la escuela resulta altamente efectiva en la configuración de “las voces de los grandes relatos nacionales en la mente de los alumnos” en desmedro de la construcción racional del pensar histórico. Es polémica pero interesante la tesis de Carretero y Krieger a la hora de pensar qué hace la escuela con la historia.

Está claro: las efemérides no son simples herramientas pedagógicas para enseñar historia. Son además dispositivos del Estado para generar un sentido de nación y construir ciudadanos. Cumplen ese rol desde el nacimiento del Estado nación y, en paralelo, del sistema escolar. Lo sabemos: los actos escolares son máquinas de construir cohesión social en una nación armada sobre la diversidad de pueblos -originarios, españoles, nacidos en el territorio, inmigrantes de la vieja Europa, etcétera-. Esto es así desde fines del siglo XIX y sobre todo desde principios del siglo XX, cuando las efemérides se instalaron sin vueltas en la escuela.

Cantamos el Himno Nacional en los actos desde 1905. En 1908, quedó fijado el ritual a seguir para celebrar el 25 de Mayo en el acto escolar. Con la década del 30, llegó la versión oficial del Himno Nacional, el Día de la Escarapela y el Día de la Bandera, que también ingresaron en el salón de actos escolar.

La escuela hace lo que quiere con los saberes. Y la historia, y también las efemérides, fueron usadas desde el vamos del sistema escolar argentino como instrumento moral nacionalizante. Ese uso sigue pesando en la enseñanza de la historia aunque creamos lo contrario.

Hay una razón detrás de la efectividad de la historia escolar organizada en torno a las efemérides a la hora de cumplir con su objetivo identitario. “Hay una adecuación importante entre los objetivos escolares surgidos en el romanticismo nacionalista de finales del siglo XIX con las características cognitivas de la forma de comprensión mítica y romántica.” Es la tesis de Carretero, que relaciona las representaciones históricas que construyen los alumnos en cada etapa escolar con las posibilidades del propio desarrollo cognitivo para la comprensión de los hechos sociales. El pensamiento de lo social, igual que el pensamiento físico matemático, atraviesa etapas desde una “visión concreta, personalizada y poco compleja hasta unos conceptos y teorías más abstractos, estructurales y multicausales”, explica Carretero. Recién en la adolescencia llegan las conceptualizaciones más complejas.

Dotados de un pensamiento mítico, entre los 3 y los 6 o 7 años, y romántico, entre los 8 y los 12 años, los chicos son todavía incapaces de poder conocer la historia, de alcanzar representaciones de la historia que incorporen la transformación, los conflictos y los sujetos históricos. Pero sí ingresan a lo histórico con un lenguaje que la escuela les presta, unos símbolos y unos hechos fragmentarios que les permiten montar narrativas que aportan algo de conocimiento pero que, sobre todo, permiten alcanzar una adhesión a una idea abstracta de “nación”. La adscripción a un grupo y a un destino común.

Los efectos secundarios de tanta inmersión en identificaciones nacionalistas mítico-románticas condicionan el aprendizaje de la historia en la escuela. Lo subraya Carretero. La entrada “romántica” a la historia es un obstáculo para que los alumnos, adolescentes que rondan los 16 años, alcancen un pensamiento histórico abstracto, crítico y multicausal, que incorpore el conflicto “como principio activo de la historia”. El pensamiento histórico se vuelve escurridizo.

Campo de batalla o de paz

Pero ¿qué es el pensar histórico? No es tan sencillo de concebir: mucho más fácil es pensar en la existencia de un pensamiento matemático con características propias. Pero ¿el histórico?

No se trata de la simple opinión personal sobre un acontecimiento del pasado. Tampoco de la toma de partido o la aceptación resignada de un subjetivismo relativista. No se reduce a una pretendida objetividad que cancela cualquier punto de vista alternativo. Así de complejo es el pensamiento histórico. Lo confundimos todo el tiempo con otra cosa.

El presente político nos complica: la puja ideológica por la legitimidad de los relatos acerca del pasado irrumpe en la comprensión de la existencia recortada de eso que se llama pensamiento histórico. También impacta en la escuela, donde la militancia temprana construye esquemas del mundo y los chicos, o los docentes, creen hacer historia en cada opinión sobre el pasado cuando en realidad están haciendo algo distinto.

Enrique Vázquez, profesor de Historia de escuela secundaria, conoce estos dilemas. Vázquez, de 55 años, es desde hace cinco años el vicerrector del colegio Nicolás Avellaneda, un secundario clásico de la ciudad. Vázquez hizo su secundaria en el Colegio Nacional de Buenos Aires en una época bien politizada, los años setenta, se graduó en la UBA y da clases de Historia en el Avellaneda desde 1985. Pero además, desde la década de 1990, es autor de libros de historia. Vázquez y María Ernestina Alonso son los autores de una colección de historia muy leída en la escuela secundaria. Se trata de Historia argentina, de editorial Aique, cuatro tomos de historia local desde 1800 hasta la actualidad, dirigidos a los últimos años del secundario. Como colección de historia, tiene una particularidad: el cuarto tomo llega exactamente hasta el año pasado. Su título es Historia argentina (1976-2013). Proyectos de país en pugna: de la última dictadura cívico militar al kirchnerismo.

Además Vázquez no oculta su simpatía kirchnerista, o mejor dicho, peronista. “Desde el secundario que soy peronista. Y en ese sentido, es muy difícil no ser kirchnerista: es una continuidad de la mejor tradición del peronismo”, explica. Sus colegas lo saben. Sus alumnos también, lo mismo que sus padres.

¿Se puede pensar históricamente en el fragor de tanta adscripción política? Vázquez está convencido de que sí. Primero, porque para el docente la presión identitaria nacionalista que preocupa a Carretero y Krieger es, según su perspectiva, parte constitutiva del pensamiento histórico. “Lo identitario y lo disciplinar no son antagonistas. Son complementarios. Cuando discutimos historia, estamos discutiendo política”, argumenta. No le esquiva a la perspectiva ideológica de quien hace historia, sea alumno o profesor.

“Es una cuestión de honestidad intelectual: cuido que mis propias perspectivas no fuercen los acontecimientos y presionen sobre los alumnos. Y trato al mismo tiempo de que los alumnos se apropien de las categorías de análisis histórico que les permitan tomar distancia y cuestionar con fundamento incluso mis propias perspectivas”, desarrolla Vázquez.

La distinción entre los diversos planos de la vida social, desde el plano cultural hasta el político, pasando por el económico y social. La distinción de intereses particulares e intereses de los grupos. La noción de clase social. Actores individuales y colectivos. Corta y larga duración. Cambio y continuidad. Ésas son algunas de las categorías que lleva a clase y que exige en los debates. “No acepto el ‘a mí me parece’ sin precisión analítica”, dice.

Vázquez es optimista. Cree que con esta metodología incluso ciertas identidades propias del presente pueden ser pensadas históricamente. Cuenta una anécdota. Sucedió el Día de la Bandera, este año. Vázquez daba un discurso que planteaba el concepto de “patria rioplatense”. Una alumna lo interrumpió en público para plantearle por qué no ir más allá todavía: “¿Por qué patria rioplatense? La patria latinoamericana, profesor”.

“Esa chica -dice Vázquez para explicar el sentido de la anécdota-, me consta, tiene herramientas de análisis histórico y cursó Historia de América Latina en cuarto año. Su apelación a la Patria Grande también es parte de este tiempo político y de las identidades que en él se están gestando.” En tal caso, el historiar en la escuela permitirá al docente desandar el detrás de bambalinas de esa otra categoría y ponerla en su contexto histórico. En eso confía Vázquez.

Que los estigmas de época no nos confundan: Vázquez no tiene la retórica ni el estilo de un fanático enceguecido. En absoluto: las respuestas que da acerca del historiar y las presiones del presente político son analíticas y desapasionadas, propias de un especialista que conoce su tema y tiene una perspectiva personal sobre su actividad. Y lo cierto es que muchos de los principios del modo de pensar histórico que propone a sus alumnos son los que la historiografía actual considera propios de un pensamiento histórico crítico. La necesaria habilidad para distinguir fuentes primarias de secundarias, por ejemplo, para rastrear la fuente de la fuente y luego, para determinar su autoridad. Para construir “un argumento original basado en la evidencia dada por varias fuentes”. Para reconocer la diferencia y extrañeza del pasado sin perder en el camino cierta cercanía que profundiza la comprensión de los procesos. “La habilidad de hacer preguntas de real valor inquisitivo: no solamente qué pasó sino por qué pasó de esa manera y por qué no pasó de otra manera”, es decir, para “reconocer el rol de la causalidad”.

Al menos éstas son algunas de las quince habilidades en las que T. Mills Kelly, especialista en enseñanza y aprendizaje de la historia, sintetiza las diversas posiciones de destacados historiadores acerca de las particularidades del pensamiento histórico. La síntesis pertenece a su libro Teaching History in the Digital Age (“Enseñando historia en la era digital”), publicado el año pasado por la Universidad de Michigan.

Metahistoria en el secundario

Ahora la enseñanza de la historia en la secundaria intenta recorrer ese camino, el que la historiografía viene haciendo hace décadas. Domina una pretensión: acercar la enseñanza de la historia a “la idea de que la historia se construye, que es un campo de conocimiento con sus leyes y reglas propias de construcción de conocimiento y modos también particulares de validación”. Así lo explica Rascosky.

Los diseños curriculares de la historia en el secundario incorporaron con decisión los aspectos constructivistas de la disciplina, en particular después de la Ley de Educación Nacional de 2006, dice Rascosky. La colección Huellas, de Macmillan, destinada al secundario, retoma esa idea. Incorpora, por ejemplo, entrevistas a historiadores que reflexionan sobre su propio hacer histórico.

Los textos de historia vienen actualizándose de modos diversos desde hace años. El primer salto estilístico respecto del manual clásico llegó en los años noventa: “la etapa videoclip”, con elementos para divertir a los chicos. Hoy, el texto corrido, con una narrativa historiográfica ordenadora, recuperó más espacio y se incluyen elementos no para animar la lectura sino con carácter documental. Pero siempre con el juego de perspectivas.

Al aula también llegan hoy los textos especializados de historiadores indiscutidos que los deslumbraron durante sus años formativos como docentes de historia. O, en el otro extremo, los profesores de historia se lanzan entusiastas a la literatura histórica de divulgación. En el origen de esta opción está la impronta que dejó el trabajo de divulgación del profesor de Historia Felipe Pigna a principio de la década de 2000. Por supuesto, el mundo académico se resiste a estas aproximaciones. Pero a los docentes de secundaria estas fuentes les rinden en el aula.

Hace veinte años que Carlos Lapelegrina se dedica a la docencia. Lo hizo siempre dentro de la educación privada. Hoy es director de estudios del Colegio Lincoln, en la ciudad de Buenos Aires. Desde hace cinco años es además profesor de Historia en el Nicolás Avellaneda.

A Lapelegrina le interesó el libro Maitland y San Martín, de Rodolfo Terragno y lo llevó al aula en el Avellaneda. “Tenía que dar el clásico cruce de los Andes de San Martín y su ejército. La investigación de Terragno sumaba un elemento de polémica -la posibilidad de que fuera Maitland el primero en haber elaborado el plan del cruce de los Andes- y daba espacio para que los chicos intentaran elaborar sus propios argumentos y conclusiones.”

Pero está claro: ya no las clases magistrales. Ya no las lecciones expositivas ni la repetición fiel y acrítica de los dichos del profesor. Ya no la historia hiperfáctica, del hecho histórico que se pretende dado y puro, que borra su momento de construcción. Ya no el libro que fija una versión única del pasado. La historia se enseña en la secundaria como un objeto al que se ve a la distancia y se le pueden descubrir las puntadas.

En la hora de Historia, ahora manda el “debate” y la puesta en evidencia de cómo se construyen las versiones históricas. Pero con esta matriz polémica, los alumnos a veces se desconciertan. T. Mills Kelly recoge el punto. ¿Cómo enseñar historia? La tensión se da entre el llamado “conocimiento del contenido”, los hechos, y el “conocimiento del procedimiento”, el modo en que los hechos son construidos por los intereses en pugna. Algo así como el foco puesto en el metadiscurso, según el especialista estadounidense.

Ahí es donde los alumnos se pierden. Y se enloquecen por volver a lo simple y responderse preguntas más sencillas, asegura Mills Kelly: qué pasó, cuándo pasó, quién fue el responsable, por qué pasó y un corolario. ¿Esto es parte del examen?, bromea el especialista.

“Algo de eso hay -reconoce Vázquez-. En la reacción contra la historia positivista, nos pasamos un poco de rosca. Pero los hechos son la carnadura. Tienen que quedar claros”. Entonces sí, en una segunda lectura, poner el aparato historiográfico en escena en clase para empezar a pensar los hechos históricamente. Críticamente.

Y teniendo en cuenta algo muy disruptivo para el pensar histórico que se hace en la escuela. La historia curricular no está condenada al pensamiento identitario tal como lo concebimos en la Argentina a partir del peso de las efemérides. España, por ejemplo, organiza la enseñanza de la historia sin eso de apelaciones emotivas. Canadá, lo mismo.

Ni un solo acto escolar por un héroe militar o político ilustre en el sistema escolar de la provincia de Ontario. Ni por una batalla. Apenas dos fechas. Una por el Día de los Veteranos, soldados anónimos de cualquier guerra en la que haya participado Canadá, héroes populares sin nombre ni apellido, una idea democrática e igualadora de homenaje a quienes prestaron su servicio a valores universales como la libertad y la democracia. Se trata de una celebración minimalista, sin discursos ni actuaciones, apenas un minuto de silencio y un poema sentido, como mucho.

Y finalmente, el Día de Terry Fox, lo más parecido a un héroe que tiene Canadá: un héroe civil, un chico común que enfermó de cáncer en los años ochenta, perdió una pierna, intentó cruzar Canadá de costa a costa corriendo, apoyado en su prótesis como modo de crear conciencia y reunir fondos para la lucha contra el cáncer. Murió en el camino. Poco después los canadienses lo votaron como héroe nacional. Su homenaje es una carrera o caminata a cielo abierto en el patio del colegio, rememorando aquella carrera trunca, cada septiembre, antes de que llegue la nieve.