¿Políticos o técnicos? El dilema de la burocracia militante

¿Políticos o técnicos? El dilema de la burocracia militante
Participa Claudia Bernazza, docente de la Maestría en Políticas Públicas para el Desarrollo con Inclusión Social perteneciente al Área Estado y Políticas Públicas.
Por Raquel San Martín
Publicado en diario  La Nación edición impresa, el domingo 5 de abril de 2015
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¿Políticos o técnicos? El dilema de la burocracia militante

En la Argentina, la maquinaria estatal parece moverse más a la fuerza de lazos de confianza que de idoneidad. Un estudio de Cippec muestra que aún en los puestos técnicos del Estado central la regla son las designaciones políticas, una práctica que excede los años kirchneristas. La novedad es el debate que el Gobierno puso sobre la mesa: ¿debería ser el compromiso con la gestión el principal atributo para ocupar un cargo público?

Por Raquel San Martín  | LA NACION

¿Lealtad o idoneidad? ¿Confianza o currículum? Si se trata de cubrir un cargo en el Estado argentino, esa disyuntiva -que en rigor atraviesa la gestión pública de todos los países- suele resolverse privilegiando las primeras opciones: el esperable criterio “político” para designar ministros, secretarios y subsecretarios se extiende hacia abajo, hasta alcanzar los cargos técnicos, los que la normativa prevé que se ocupen por concurso para evitar justamente esas interferencias. Como en otras áreas y experiencias cotidianas de los argentinos, en la alta dirección del Estado nacional la informalidad es muchas veces la regla, con designaciones transitorias o retroactivas, concursos demorados, capas superpuestas de programas discontinuados, y muchos funcionarios profesionales pero pocos especializados. Una maquinaria burocrática, en síntesis, que parece moverse a fuerza de lazos de confianza personal.

En efecto, una investigación que acaba de presentar el Programa de Instituciones Políticas de Cippec puso la lupa sobre los 300 directores generales y nacionales de la administración pública central, es decir, la “alta dirección pública”, los cargos técnicos más altos del Estado designados por concurso, responsables de la implementación concreta de las políticas. Y encontró que ese “estrato invisibilizado del Estado”, ese segmento bisagra entre lo político y lo técnico, está “débilmente especializado, tiene baja antigüedad en el cargo y es muy volátil”.

Conviene aclararlo rápido: no se trata de que no haya directores nacionales y generales idóneos en sus puestos, o de que exista exclusivamente clientelismo partidario, sino que la falta de concursos y las designaciones a dedo, la alta rotación o la falta de especialización se han convertido en el modo más habitual en que los gobiernos -desde mucho antes que el kirchnerismo- parecen concebir la gestión pública: la ocupación de cargos con personas leales, aunque eso suponga hacer un bypass a la normativa vigente.

La novedad del kirchnerismo es otra: haber puesto sobre la mesa un debate en el que el oficialismo defiende el compromiso público de los funcionarios técnicos y tiende a privilegiar la adhesión política sobre el currículum. Burocracia militante versus burocracia profesional: una dicotomía ideológica y técnica que heredará la próxima administración. No en vano, sin salirse de esta mirada naturalizada sobre la gestión, varios precandidatos presidenciales ya están haciendo cuentas para saber cuántos “propios” deberían tener para colonizar la maquinaria estatal central. Contando ministros y secretarios, unos 500. Es mucha confianza para asegurar.

El estudio de Cippec analizó las formas de designación, la formación profesional y la duración en el cargo de los directores nacionales y generales de 16 ministerios, Presidencia y la Jefatura de Gabinete de Ministros, según aparecen en el Mapa del Estado y en los decretos de designación, y entrevistó a varios directores.

Encontró, por ejemplo, que 9 de cada 10 directores nacionales y generales fueron designados de manera transitoria, es decir, exceptuados del concurso que marca la normativa vigente. También, que la mitad de ellos no cumple con los requisitos de carrera del servicio civil (un título de grado no menor a 4 años, especialización en el campo afín, experiencia laboral relacionada de al menos 6 años y experiencia en conducción de equipos de al menos 3 años). “En general el título no es el problema. El tema son los años de experiencia en el cargo y si tienen formación específica para él -apunta Julia Pomares, directora del Programa de Instituciones Políticas de Cippec-. Son requisitos amplios y «manejables» si se quiere designar a alguien cercano políticamente a través de un concurso, pero aun así la mitad no cumple con los requisitos y en algunos ministerios, como Desarrollo Social o Agricultura, todos los directores están exceptuados.”

En cuanto a la formación, la profesionalización es alta -nueve de cada diez completó estudios universitarios-, pero no la especialización: casi el 40% de los directores son abogados, y la alta rotación agrega una dificultad para profundizar conocimientos; de hecho, el promedio que llevan en el cargo es de 3 años (los concursos se hacen por cinco años, extensible a dos años más por buen desempeño). El 60% de los directores nacionales en vigencia fue designado a partir de diciembre de 2011, y cerca de un tercio ingresó entre 2007 y 2011.

“Éste es un dato particularmente interesante, porque con los gobiernos kirchneristas los ministros tuvieron mucha más estabilidad que antes. Pero eso no significa que hacia abajo haya gente con muchos más años en cargos técnicos. La política pública puede cambiar, sin que cambie el ministro. Son los secretarios los que parecen tener más injerencia en cambiar a los directores”, apunta Pomares. Además, “los que están exceptuados de los requisitos tienden a estar menos tiempo en el cargo”.

No estar designado por concurso tiene efectos concretos: menos salario -un director nacional gana alrededor de 20.000 pesos-, más inestabilidad, más dependencia del secretario. “Da la impresión de que las personas a cargo de las políticas no pudieran admitir el grado de incertidumbre que siempre tiene un concurso, una renuencia a resignar cualquier porción de la decisión discrecional de poner a alguien en un puesto -apunta Marcelo Leiras, politólogo e investigador principal del Programa de Instituciones Políticas de Cippec-. Incluso puede leerse como un símbolo de poder al armar un equipo como a uno le gusta, hasta un mecanismo de disciplinamiento: yo te nombré, yo te saco, sin mecanismos de protección institucional.”

Como sea, la normativa vigente va para un lado, y las prácticas para el otro. Como si alguna falla en la regulación la hiciera poco eficaz para las urgencias de la gestión real. “Mucha gente con años en la administración pública dice que los distintos gobiernos ven a los concursos como un mecanismo engorroso que no resuelve la necesidad de tener a alguien aquí y ahora para hacerse cargo de los programas”, afirma María Page, coordinadora del Programa.

Otra hipótesis es que las designaciones discrecionales busquen compensar apoyos políticos. “En la medida en que esos apoyos son cada vez más circunstanciales y volátiles, esas personas que cumplen ese rol también lo son. Las designaciones son discrecionales, pero no partidarias”, dice Pomares.

Batalla cultural

¿No es razonable que una gestión quiera tener personas de confianza en cargos sensibles? Más que razonable: es necesario, sostienen muchos investigadores que desde la academia y como funcionarios de la gestión estatal a distintos niveles vienen argumentando en favor de una burocracia “comprometida con lo público” y promueven concursos que pongan más énfasis en encontrar adhesión de valores que formación específica o antigüedad.

“Nos propusimos revisar las capacidades del Estado en clave de los proyectos políticos que están surgiendo en América latina. Rescatamos la naturaleza política del Estado y señalamos que los sistemas de carrera pensados en Occidente a partir del siglo XX han entrado en crisis no sólo en la región, sino en los países centrales, y que hoy se están pensando trayectorias públicas de maneras diferentes, con nuevas lógicas. Ésa es una batalla cultural que nos proponemos dar”, afirma Claudia Bernazza, investigadora del Área de Estado y Políticas Públicas de Flacso, que dirige Daniel García Delgado, y directora del Instituto de Capacitación Parlamentaria.

“En el ámbito privado, nadie imagina un directivo de una gran empresa nacional o multinacional cuya tarea no esté en consonancia con la política de esa empresa. En lo público el escenario es más complejo, pero también responde a esta regla general”, dice Bernazza. Y sigue: “El trabajo público supone un compromiso con lo público, con una idea de Estado. Es evidente que todos los equipos van a tener que estar consustanciados al menos con los valores de fondo y las ideas fuerza del proyecto de gobierno que se pone en marcha. No es adhesión a un partido político, sino que las ideas del funcionario tienen que intersectar con las ideas del proyecto”.

La intención es promover concursos que “cada vez más evalúen competencias ético-institucionales, formar evaluadores no sólo enfocados en competencias técnico-profesionales, sino que tomen en cuenta el compromiso de la persona con determinados valores. Las carreras públicas están previstas para que cada persona se ocupe de su propia carrera, en un trayecto individual siempre ascendente. Eso no funciona en nuestros Estados”, enfatiza.

“En toda la administración pública las personas tienen lealtad con quienes conducen las políticas. Pero pensar que la lealtad política es condición suficiente y no tiene que ir acompañada de la competencia técnica es absurdo y va contra toda la experiencia internacional -responde Leiras-. E implica una idea inquietante: que el conductor sabe todo, que la lealtad basta y que no es necesario el análisis de la especificidad de cada problema.”

La función pública no sólo está en debate en la Argentina, sino que viene siendo objeto de investigación y reformas en todo el continente. De hecho, en 2004, un diagnóstico realizado por expertos del BID en 16 países mostró “servicios civiles débiles” por escasa presencia de la meritocracia como criterio de ascenso y falta de incentivos para estimular el esfuerzo de los empleados. Un Índice de Desarrollo del Servicio Civil dio un promedio de 30 puntos sobre 100 en la región (en esa medición la Argentina obtuvo 45 puntos, y el mejor puntaje fue para Brasil, con 64, y Chile, con 59). En 2011-13 se repitió la evaluación, pero la Argentina se retiró del estudio por no compartir la metodología. “La Argentina no es el peor de los mundos. Hay clientelismo rampante y más profundo en otros países, pero en países con desarrollos institucionales similares al nuestro, ha habido esfuerzos para combinar la política sin que el criterio de mérito tenga que ser vulnerado”, sintetiza Mercedes Iacoviello, economista, consultora internacional en gestión de recursos humanos en los Estados latinoamericanos, que lideró el relevamiento del BID.

En la región, dice, “hay una preocupación explícita de los gobiernos, reuniones, estudios sobre reforma del Estado con la idea de ir hacia una profesionalización del servicio civil”. Según el informe del BID, Chile y Brasil (67 y 65 puntos, respectivamente) siguen siendo los mejor evaluados, pero los que más crecieron fueron Perú (de 14 a 29 puntos) y Paraguay (de 12 a 26). “Perú es un caso interesante: hizo una ley de servicio civil, con un sistema de puestos, y creó un cuerpo transversal de gerentes públicos que se forman, asignados a tareas ejecutivas por un tiempo determinado”, dice Iacoviello y se suma a la discusión. “Si hacés un concurso, seguramente la persona cercana desde lo político esté en la terna, pero no es trivial el motivo por el cual se accede a un cargo, que la legitimidad esté dada por la confianza o por la trayectoria.”

Para la mirada que enfatiza la adhesión a los valores de la gestión, “los Estados modernos, hijos del positivismo, se fundan en una arquitectura racional, jerárquico-vertical, donde las destrezas a tener en cuenta parecieran ser sólo las técnicas. Creo que el compromiso con el bien común es una competencia central, y ese compromiso es un activo de este tiempo: los debates políticos han regresado y con ellos los debates alrededor de cuál debe ser el rol del Estado y cómo debe organizarse”, subraya Bernazza.

El nudo de la cuestión parece estar en dónde se ponen las lealtades, y qué fecha de vencimiento tienen. Como dice Leiras: “La función pública no sólo tiene que ver con la lealtad a la organización, sino al Estado como una organización que dura más que una gestión. Eso debería ser parte de la ética de la función pública”.

OSCAR OSZLAK: “TODO FUNCIONARIO POLÍTICO HEREDA UN APARATO ESTATAL PREEXISTENTE”

Trayectoria: es uno de los más prestigiosos estudiosos del Estado y las políticas públicas en la Argentina.

Carrera: es investigador superior del Conicet y del Centro de Estudios de Estado y Sociedad (Cedes).

-Las designaciones que privilegian criterios de lealtad política antes que de idoneidad en la alta dirección pública parecen ser una práctica habitual en la gestión del Estado argentino desde hace décadas. ¿Por qué sucede?

-La combinación de lealtad con idoneidad es la fórmula ideal para aquellos funcionarios políticos que designan a colaboradores en cargos “de confianza”. Esta fórmula les evita o reduce la preocupación por una posible deslealtad, al tiempo que les asegura capacidad de gestión. En todas partes existe un número variable de personal que los funcionarios políticos pueden designar (por ejemplo, asesores o ejecutivos en puestos subalternos). En ciertos países, como en Estados Unidos, su número está rigurosamente establecido. En otros, como ocurría años atrás en Bolivia, esas designaciones llegaban muy abajo en la jerarquía y, de hecho, ponían un techo y un “tapón” a la carrera del personal permanente. El problema surge cuando en aras de asegurar lealtad se resigna idoneidad. Las consecuencias pueden ser catastróficas si eso ocurre en puestos críticos. Pero la combinación opuesta tampoco es deseable: un idóneo desleal puede ser igualmente catastrófico. Por eso, una carrera profesional para el personal permanente, con normas efectivamente aplicadas para asegurar que ingresan los mejores, que se promueve a los que demuestran mérito, que se evalúa según el desempeño y que se retribuye según los resultados, es la mejor garantía para asegurar idoneidad. Si, además, esa carrera incluye la inducción de valores de servicio público y la sanción al mal desempeño, se reduce el riesgo de deslealtad.

-¿A qué responden las designaciones excesivas de personal de confianza?

-Responden habitualmente a una o más de las siguientes causas: 1) ante la eventualidad de que el partido gobernante no consiga un nuevo mandato, se trata de ocupar la mayor cantidad de posiciones dentro del aparato estatal, sea para conservar la base de poder y las prebendas asociadas a esos puestos, o para socavar la acción del futuro gobierno; 2) ante la presión de personal de designación política en planta transitoria, el responsable político decide traspasarlo a la planta permanente antes de abandonar el poder; 3) ante la necesidad de neutralizar e “hibernar” a personal sospechado de sostener otro credo político, se lo mantiene inactivo, y se designa entonces a los “leales” que deban hacer la tarea en forma “militante”.

-¿Cuál le parece que es una manera sana o eficiente de coexistencia entre políticos y técnicos en el Estado?

-Este tema involucra por una parte a los funcionarios políticos, que necesariamente son efímeros y, por otra, al personal permanente o “de carrera”. El sueño de los primeros es poder contar con un aparato institucional capaz, que le responda fielmente. Pero la burocracia “base cero” no existe: todo funcionario político “hereda” un aparato estatal preexistente que arrastra rutinas, estructuras fósiles, conductas anquilosadas, asignaciones de recursos rígidas, procesos innecesarios… Por eso, el esfuerzo de todo nuevo funcionario político es tratar de aumentar el grado de congruencia entre su proyecto político y el aparato estatal existente. Tales intentos pueden llegar a alterar jurisdicciones, jerarquías y competencias, afectar “derechos adquiridos”, modificar situaciones de poder establecidas, lo que genera enfrentamientos y enorme pérdida del escaso tiempo del que normalmente se dispone. Inicialmente, estos funcionarios minimizan el impacto que tendrá sobre su gestión este proceso de conciliar su proyecto político con la capacidad institucional de la burocracia permanente heredada. Cuanto más efímero su paso por el cargo político, menores sus posibilidades de conseguir ese ajuste y, por lo tanto, peores las consecuencias sobre su desempeño. Por su propia permanencia, el personal “de carrera” termina viendo pasar los cadáveres de los superiores políticos que murieron en ese intento. El antídoto es claro, pero no sencillo. Liderazgo del funcionario político, demostración de confianza hacia los colaboradores, claridad en las consignas, reconocimiento del buen desempeño. Y respecto del personal permanente, aplicación de la normativa que en todos los países existe para regular el desarrollo de la carrera funcionarial. Nada más? y nada menos.